6 jul 2010

Intento de cuento II

- Andáte, Damián. Andá a buscar ayuda, ¡avisále a la gente que vienen estos hijos de puta!

Damián no quería irse. Su cámara apuntaba hacia las filas del ejército israelí, que cada vez se aproximaba más al campo de refugiados de los palestinos. Era joven, delgado y bajito. Ágil y con pericia para la fotografía, no estuvo listo para el combate cuando llegó acá y se deprimió ante las primeras muertes que presenció. Sigue sin estar preparado, sigue siendo profundamente sensible, pero corre muy rápido, obtura y piensa igual, y sabe manejarse con las autoridades.

Si se quedaba, moriría. Y yo no permitiría aquello. No había manera de obligarlo a irse, así que apelé a conmoverlo con las cosas que le importaban. Le dije que su familia y su carrera eran más importantes que un pobre, miserable e infeliz periodista que había conocido 3 meses antes. Traté de ensalzarlo ante tanta basura y el mordió el anzuelo. No derramó lágrimas, pero estaba apesadumbrado; me dejó una medalla de la Virgen de Smolensk que había comprado un par de años antes y nos abrazamos. Él salió corriendo hacia el campo de refugiados. Yo no volteé a mirarlo.

Ahora me toca a mí. Ahora me toca actuar porque nadie detendrá a estos tipos. No hay barrera alguna entre un lugar lleno de gente indefensa y unas pocas armas y unos cuantos tanques con soldados profesionales que odian, desprecian y no temen a su enemigo.

No lo pienso mucho. Dejo todo mi equipo a un lado. Cámaras, grabadoras, cargadores, baterías, papel, lápiz y un morral donde llevaba el equipo de primeros auxilios. Trato de recordar lo que decían los manuales de diversas ONGs sobre situaciones de conflicto y ataques por parte de algún actor armado. Mi teléfono satelital estaba muerto por bala así como el del ausente Damián, así que debía identificarme como periodista y no hacer nada. O simplemente no presentarme, o simplemente hablar con el líder de la operación para intentar detenerlo. Los datos, los apuntes, los deseos se confunden en este momento. Envuelvo en un impermeable extraído del bolso todo lo que he dejado a un lado. Saco de mi billetera una carta para mi familia preparada para este tipo de ocasiones junto con los datos de un testamento notariado de mis pobres bienes y la junto con mis materiales. Amarro el impermeable y lo escondo. Damián sabrá cómo encontrarlo por si no estoy.

No lo pienso mucho, busco un cadáver próximo y lo desarmo. Recorro el edificio en el que estoy montado y encuentro dos o tres cosas más. Termino de alejar los protocolos sugeridos para periodistas responsables y cuidadosos de mi cabeza y recuerdo las épocas de caos, revolución, fuerza, violencia. Bajo las escaleras del tercer piso para buscar una posición más ventajosa y recuerdo de nuevo a mis amigos muertos en las calles, a las mujeres violadas y a la impunidad de los líderes de momento que buscamos tumbar por sus crímenes. Me es difícil olvidar el esfuerzo hecho por acoplarme a un gobierno injusto y a una sociedad sorda, ciega y muda que se negó a ver las cosas como fueron. Me es difícil apartar el carácter pacífico que tuve que cultivar y adoptar para no sufrir en un ambiente tan adverso, pero lo logro después de parar en el umbral de la puerta a la calle.

Siento cómo mi mirada cambia y mis sentidos se agudizan. Siento cómo mi musculatura se tensa y las armas pesan menos… Percibo el olor de la sangre y recuerdo, por fin, que deseé morir junto con mis hermanos en aquellas calles, que deseé una muerte valerosa, que deseé ser un mártir y que no se pudo.

Pero descubro que se puede ahora, y una sonrisa aparece en mi rostro. Sádica y perversa.

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