En uno de mis viajes al pacífico mientras estaba en la universidad, tuve la posibilidad de conocer Timbiquí. Creo que todavía no me queda una imagen muy clara de cómo es el lugar, pero si tengo presente que la gente es buena y orgullosa, y que es un lugar divertido y pacífico al que volvería sin pensarlo.
Durante mi última noche allá conocí a una pequeña niña llamada Marica. La vi mientras jugaba futbol con otros muchachos y me pareció gracioso y agradable que además de decirle Marica todo el tiempo para pasar el balón, ella jugara mejor que muchos chicos y metiera goles y celebrara pases y eso. Alfredo, el amigo con el que andaba, la conocía y me la presentó.
La chica estaba orgullosa de su nombre porque todo el mundo la conocía, y parecía ignorar tanto el significado que yo le daba a la palabra como mi risa cada vez que alguien la saludaba. Se comió rápido el helado que le regalé por haberme permitido ser mi amiga, y le pedí que me llevara a su casa a conocer a su madre o a su padre, para ver a donde llegaba en mis inquietudes respecto a su nombre.
Caminamos poco hasta llegar a una casa con un pequeño jardín en las afueras de su entrada. Una mujer grande y gorda esperaba afuera fumándose un cigarrillo y calentando más la noche, que ya se había vuelto pegachenta e incómoda con el arribo de los mosquitos.
La saludé con la cabeza y me devolvió una sonrisa, y mientras Marica corria a lo largo y ancho de la calle, yo me había sentado en el piso al lado de la madre y pensaba en qué decirle. Sin tapujos, le pregunté por qué le había puesto a su hija así.
Respondió que muchos turistas decían eso y que a ella le sonaba bonito. Luego dijo algo que yo no entendí y me sonrió. La madre hablaba la lengua de los nativos.
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